miércoles, 27 de junio de 2012

Recuerdos



Hoy pasé por la puerta de tu casa. 
Ya cuando venía caminando por Santa Fé sentía las nauseas, el temor de verte y al mismo tiempo las ganas. Hace casi 8 meses que no te veo y a mi criterio, es mucho, mucho tiempo siendo que antes te veía casi todos los días. Lo único en lo que pensaba mientras caminaba era: Mirá si me ve, ¿me va a abrazar? ¿Me va a querer hablar?, es decir… ¿querrá mantener una conversación conmigo? ¿Le haré acordar de cosas que se había olvidado que sentía? Y mientras pensaba en esas cosas, el tiempo pasaba y Juncal se acercaba… Crucé Arenales y empecé a prestarle más atención a la gente que venía caminando en la dirección contraria a la mía. Entre todas esas caras, la que buscaba era la tuya, y al mismo tiempo deseaba que por esas cosas de la vida ya hubieras llegado a tu casa o estuvieras en otro lugar. 
Cuando por fin llegué a la puerta verde, me quedé parada un par de segundos. Las luces del pasillo estaban prendidas, por poco sentía que estabas por bajarme a abrir la puerta en tu short de River y alguna de tus tantas remeras de Cristobal Colon, y por supuesto, usando tu característico par de ojotas. También sentí vagamente el ruido de la puerta al abrirse y el de nuestros labios tocarse. A continuación, el olor del hall de entrada, y unos minutos después, el del ascensor. Recordé poner los pies sobre él, esperar a que vos entres, cierres la puerta de madera de un golpe y la otra, la de adentro, con fuerza porque casi siempre estaba trabada. Después te miraba y empezábamos a joder, como siempre. Al llegar al cuarto piso, me tocaba abrir la puerta a mí porque yo estaba de ese lado; me bajaba, tocaba la alfombra verde del piso y esperaba a que vos cierres las puertas del ascensor y abras la de tu casa. Entrabas, te sacabas las ojotas y te ibas a la cocina si ya estabas haciendo la cena, a la pc a poner música o a la Xbox. Yo cerraba la puerta que habías dejado abierta, sosteniendo bien el picaporte porque estaba (y supongo que sigue estando) flojo y continuaba mi camino hasta el living, donde dejaba el bolso en el sillón rojo (bah, técnicamente no es rojo, pero una frazada de ese color lo recubría) y te seguía donde fueras a continuación. Si la tele estaba prendida, me quedaba dos minutos mirando, casi siempre eran esos programas de mierda de chimentos que ni sé para qué mirabas (te apuesto lo que sea a que lo seguís haciendo). Después venías vos, haciendo ese ruido raro que hacías con la garganta, te acercabas  a mí, con esa mueca que tenías en la cara, que  recuerdo a la perfección pero es muy difícil de describir, y me hacías cosquillas, me pellizcabas y me abrazabas. A veces, empezábamos a pegarnos, en joda, obviamente, porque éramos así, y a mi me encantaba. Entonces me decías “¿me acompañas a la cocina?”, yo iba atrás tuyo y cuando entraba siempre había ese olor rico a salsa, a TU salsa. Pizza, fideos o ravioles, esas eran las opciones. Si era pizza, agarrabas el queso fresco de la heladera y lo empezabas a cortar en cachitos chiquitos, aunque la mayor parte de ellos iban a parar a tu boca. Siempre a una mitad de la pizza le ponías más salsa y menos queso, porque vos sabes bien cómo me gusta la pizza. Cuando ya estaba todo más o menos listo para cenar, preparabas las bandejas de plástico en la mesada, una de manzanas verdes y otra de limones, arriba, una servilleta, un tenedor, un cuchillo y un vaso. Vos siempre te quedabas con la que estaba más rota, y me dejabas a mí la linda. “Tomá, llevá [las bandejas]” y yo las llevaba hasta el living y te esperaba sentadita en el sillón. Después cenábamos mientras mirábamos la tele. Vos no podías dejar un puto canal, te la pasabas cambiando para volver siempre al mismo, el puto canal américa. Después de cenar, lavábamos los platos y a veces, depende de tus ganas, íbamos a Moratto a comprar helado, o lo pedíamos a Amaretto por teléfono: Marroc, Sambayon, Super dulce de Leche y Banana Split, a veces este último lo cambiábamos por Tramontana. A la hora de comerlo, yo siempre me rendía rápido, principalmente porque no soy muy fanática del helado, y después, porque me daba un chucho de frío y no quería comer más. Vos me insistías, siempre, y hasta que no volvía a agarrar la cucharita no parabas. Aún así, comía un poco más y después dejaba. Vos ibas a la cocina, lo guardabas en el frizzer y volvías. Ese era el momento de mirar una película o algún programa de TV. En el último tiempo mirábamos Gran Hermano y yo te hacía reir con comentarios boludos como “she doesn’t have a game” y otras boludeces varias como “wuuu wuuu, espartanos!”, “papayyyyyyy” y otras cosas más que solo nosotros entenderíamos su significado… Después de la peli, íbamos a la cama, donde volvías a llevar tu kilo de helado y te lo terminabas viendo a Fantino. El resto, prefiero reservarmelo :)

¿Increíble no? ¿Cómo fue que me acordé de todo eso tan solo con estar parada 3 segundos  en la puerta de tu casa? No sé… Fue como un flash de imágenes, que todas juntas, significan lo que escribí más arriba. Yo también me preguntó cómo pasó, digo, tan rápido... Pero en el instante en que me di cuenta de que mis ojos se estaban poniendo lagrimosos, decidí seguir caminando para el colegio y tratar de pensar en otra cosa. Obvio que no podía, porque seguía pensando y pensando en todas las veces que fui a tu casa, que era casi como la mía propia, y lo peor de todo, es que la sigo sintiendo así y no se por qué. No me es extraño pasar por ahí, no me siento tan distanciada como pensé, ni me siento como si hace mil que no fuera. Pero sí, hace más de 8 meses que no piso tu casa, y sin embargo, yo sigo pensando que fue ayer la última vez que fui. Es triste y hermoso, todo al mismo tiempo. No puedo evitar sonreír cuando pienso en eso y en lo mucho que me gusta poder seguir recordándolo tan vívidamente… Pero por otro lado es muy triste estar así sabiendo que esos momentos nunca más van a volver. Pero bueno, así son los recuerdos, supongo.

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